sábado, 25 de agosto de 2007

Historia de una Ondina




Existía un estanque en el jardín de la casa de mi abuela en el que un día avisté una Ondina.
Navegaba entre los nenúfares como un hada fantasmagórica y cubierta de musgo, un navío vegetal en medio de un océano en miniatura. A veces, una reverberación del sol hería la superficie del agua y podía verse un vislumbre de aquella forma indeterminada, ágil e huidiza, demasiado grande para ser una ranita y demasiado pequeña para ser un pez.
Se escondía si trataba de cogerla y no tomó del pan que desmigajé en el estanque con la esperanza de atraerla a la superficie. Mientras vivió allí, nunca conseguí verla del todo; tan sólo una ráfaga de sombra que podía ser una culebra, o un renacuajo o cualquier criatura que pueda habitar en el mundo suspendido del agua muerta.
Cuando drenaron el estanque para limpiar el fondo, sólo había guijarros y musgo, restos de nenúfares ya marchitos quien sabe cuándo y una diminuta, extraña aleta transparente cuyo origen nadie pudo dilucidar.
Veinte años después, cuando de mis abuelos y de aquel jardín no quedan más que los recuerdos y estas palabras que escribo ahora, ya sé que las Ondinas no existen. Y sin embargo, a veces me pregunto si los niños interpretan las señales de una manera que los adultos hemos olvidado y acaso las cosas que creemos que no son reales sólo lo son cuando somos niños. Y quién dice que la Ondina no se olvidase su aleta el día que drenaron el estanque y que no habrá de aparecer para recuperarla cuando vuelva a creer en ella.

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