Existía un estanque en el jardín de la casa de mi abuela en el que un día avisté una Ondina.
Navegaba entre los nenúfares como un hada fantasmagórica y cubierta de musgo, un navío vegetal en medio de un océano en miniatura. A veces, una reverberación del sol hería la superficie del agua y podía verse un vislumbre de aquella forma indeterminada, ágil e huidiza, demasiado grande para ser una ranita y demasiado pequeña para ser un pez.
Se escondía si trataba de cogerla y no tomó del pan que desmigajé en el estanque con la esperanza de atraerla a la superficie. Mientras vivió allí, nunca conseguí verla del todo; tan sólo una ráfaga de sombra que podía ser una culebra, o un renacuajo o cualquier criatura que pueda habitar en el mundo suspendido del agua muerta.
Cuando drenaron el estanque para limpiar el fondo, sólo había guijarros y musgo, restos de nenúfares ya marchitos quien sabe cuándo y una diminuta, extraña aleta transparente cuyo origen nadie pudo dilucidar.
Veinte años después, cuando de mis abuelos y de aquel jardín no quedan más que los recuerdos y estas palabras que escribo ahora, ya sé que las Ondinas no existen. Y sin embargo, a veces me pregunto si los niños interpretan las señales de una manera que los adultos hemos olvidado y acaso las cosas que creemos que no son reales sólo lo son cuando somos niños. Y quién dice que la Ondina no se olvidase su aleta el día que drenaron el estanque y que no habrá de aparecer para recuperarla cuando vuelva a creer en ella.
Navegaba entre los nenúfares como un hada fantasmagórica y cubierta de musgo, un navío vegetal en medio de un océano en miniatura. A veces, una reverberación del sol hería la superficie del agua y podía verse un vislumbre de aquella forma indeterminada, ágil e huidiza, demasiado grande para ser una ranita y demasiado pequeña para ser un pez.
Se escondía si trataba de cogerla y no tomó del pan que desmigajé en el estanque con la esperanza de atraerla a la superficie. Mientras vivió allí, nunca conseguí verla del todo; tan sólo una ráfaga de sombra que podía ser una culebra, o un renacuajo o cualquier criatura que pueda habitar en el mundo suspendido del agua muerta.
Cuando drenaron el estanque para limpiar el fondo, sólo había guijarros y musgo, restos de nenúfares ya marchitos quien sabe cuándo y una diminuta, extraña aleta transparente cuyo origen nadie pudo dilucidar.
Veinte años después, cuando de mis abuelos y de aquel jardín no quedan más que los recuerdos y estas palabras que escribo ahora, ya sé que las Ondinas no existen. Y sin embargo, a veces me pregunto si los niños interpretan las señales de una manera que los adultos hemos olvidado y acaso las cosas que creemos que no son reales sólo lo son cuando somos niños. Y quién dice que la Ondina no se olvidase su aleta el día que drenaron el estanque y que no habrá de aparecer para recuperarla cuando vuelva a creer en ella.
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