jueves, 2 de agosto de 2007



En los momentos en que aquello en lo que piensas se convierte en aquello en lo que sueñas, creo en el misterio y en que el misterio existe. No el misterio de compraventa de las novelas y las películas, ni los misterios extrasensoriales, ni los misterios espiritistas. Creo en los misterios pequeños, los que hacen volar la imaginación hasta una estratosfera no concebida por los dioses que conocemos sino por los que desearíamos conocer.


Ellos me arropan cuando me siento triste porque cuando todo se vuelve prosaico, rutinario, limitado, me devuelven los restos del naufragio de ese barco de leyenda llamado infancia.

Muñecos tristes


Cuando los muñecos están tristes, creen que los demás también deberían estarlo. Sería un acto de empatía cósmica que acabaría arrastrando consigo los males del mundo como un río muy denso surgido desde el mismo corazón de todas las tristezas que han existido, las antiguas como altares de piedra o las nacidas ayer.


Se unirían a ellos las criaturas de debajo de la tierra o las que la sobrevuelan, porque no podrían soportar el aire o el subterráneo embebidos de lluvia y quizás los seres inexistentes, los monstruos deprimidos que se crearon en los siglos del miedo.


Si hubiera un dios entonces y les viera tan tristes quizás se dignara a tender una mano gigantesca sobre los hombros pequeños de sus creaciones, que no se enterarían. Y el dios que está por encima del dios seguiría su partida de ajedrez con algún aburrido caballero muerto, sin duda hastiado de los caprichos del universo.


Luego, todo volvería a su sitio: los gusanos subterráneos, los minotauros o los elfos, los grandes pájaros, los seres humanos, dejarían de lamentarse y el gran río se secaría. Pero los muñecos seguirían estando tristes y además, muy solos

El Osario de Sedlec


La Realidad no sólo supera a la Ficción en ocasiones; a veces, se convierte en Ficción.



El cristianismo, cimentado sobre las miasmas de la muerte y carente de sentido sin ella, es el argumento, autor y obra de las más bellas y mórbidas obras de arte en torno al culto de los difuntos.

Pero los laberintos de las catacumbas, la capilla de San Severo y sus cadáveres petrificados, las inquietantes estatuas del Père Lachaise o las reliquias orgánicas de los santos no se pueden comparar al osario de Sedlec. Porque esta obra maestra de lo macabro no es sino una capilla enteramente decorada con los restos mortales de más de 40.000 personas. Hay un escudo de armas óseo, custodias hechas de huesos, ornamentaciones tales como guirnaldas y pináculos y por último, una impresionante lámpara de araña esquelética.


¿Que dirían las 40.000 almas allí recogidas de ver sus huesos dispuesto en artísticas combinaciones?


En todo caso, nunca el peso de la vida mortal se expresó con tanta contundencia.